La primera pregunta que nos debemos hacer cuando hablamos del retrato es ¿Qué habría sido de la historia de la pintura sin el ejercicio del retrato?
Se que oiremos distintas respuestas y todas, casi sin duda, son acertadas. Una de ellas, tal vez la primera, seria oír que hoy día, incluso desde finales del siglo XIX, el retrato dejó de tener un interés determinado cuando la fotografía toma el relevo; y si, es cierto. Es una realidad palpable que la fotografía tiene ese valor de capturar el instante y dejar constancia del momento de un modo ágil, rápido y con fidelidad objetiva de la realidad presente.
Es precisamente ahí en donde el retrato (pictórico) puede tener, precisamente, su punto de valor y su capacidad de reflejar una realidad distinta. Esa realidad que no atiende a un instante, a un punto referencial momentáneo, a una elección de una cuadricula de imágenes para elegir la mas certera a vista de objetivo. La puesta en escena del retrato, fuera de la preparación inicial de elección de una pose determinada, eso que, en algún modo nos equipara a la fotografía, está en la sucesión de imágenes que conforman la imagen, la elección secuencial de un conjunto de imágenes que almacena la retina y que van a reflejar una entidad final nueva y alejada de un objetivo.
No quiero, ni pretendo, cualificar una u otra forma de ver y expresar; a cada uno lo suyo. Lo que intento decir es que, desde mi experiencia personal, el retrato, siendo un ejercicio no siempre grato, debe poseer la cualidad de hacer que la imagen responda al modelo a través de una secuencia continuada y alejada del instante, no consiste en “salir bien”, consiste en ser, en tomar pulso a el carácter y forma del modelo, a ajustar la traducción por medio de los elementos físicos de la pintura que tiene que responder a dos funciones esenciales: el pintor y el modelo.